Son tiempos de evolución en vez de revolución, pero con el actual uso del dinero y de los recursos del planeta de una forma tan primitiva, tan injusta, y tan peligrosa, se hace necesario un cambio drástico. No hay tiempo para un progreso lento, hasta ahora deseable, se precisa un nuevo ritmo y un giro de dirección, mucho más dinámico, que reoriente el actual sistema financiero y la conciencia sobre el empleo del dinero de la mayor parte de la humanidad.
Un análisis objetivo y neutral del sistema financiero actual demuestra que es el principal causante del caos en la gestión y distribución de los recursos del mundo que están asolando al planeta. Todas las soluciones que aportaban las grandes teorías económicas se han estrellado, una tras otra, contra la realidad. Tal vez no han tenido en cuenta las debilidades de los seres humanos a la hora de tomar decisiones sobre los recursos económicos y sobre su máximo representante: el poderoso dinero.
La economía de “libre” mercado es la primera de las falacias que debe ser desenmascarada. Si genera esclavitud no puede tener nada de libre. La teoría se basa en el libre juego de las fuerzas del mercado en el que los agentes económicos van ajustando su oferta y su demanda tomando supuestamente decisiones de producción, consumo, ahorro e inversión para optimizar aquellos recursos más escasos. El neoliberalismo propone este mercado que califica de libre competencia, con la reducción del intervencionismo estatal a su mínima expresión, fomentando la privatización de empresas estatales, aunque sean de servicios y suministros básicos, argumentando que la gestión privada es más eficiente que la administración pública, y promoviendo la globalización económica; todo ello con la idea de fondo de que los llamados a tomar las grandes decisiones actúan con sensatez e inteligencia, y puede que hasta con sentido de humanidad.
La ley de la oferta y la demanda, que algunos esgrimen como la solución a todos los males, se basa en la premisa errónea e hipotética, de que todos los que intervienen en el mercado parten del mismo estatus social, económico, o de otro tipo, y están al mismo nivel, disponiendo de similares cantidades de dinero, recursos, y oportunidades, lo cual es totalmente falso Parten de una desigualdad aplastante y una tendencia enfocada hacia la división. Hay gente rica y pobre, y naciones ricas y pobres. La ley de la oferta y la demanda se pervierte desde el principio. Algunos demandan más de la vida, mayores recursos, y éstos solo podrán ser satisfechos a expensas de quienes demandan, o pueden demandar, muy poco. La comercialización pone precio a todo con el objetivo de conseguir el máximo beneficio sin tener en cuenta a los países y las personas que no lo pueden pagar, que quedan marginadas y condenadas a vivir en la miseria. En nombre de los beneficios y las perdidas, se cierran hospitales y escuelas, instituciones esenciales para la salud y el bienestar de la sociedad, que deberían disponer de una protección universal.
La libertad no encuentra lugar en el supuesto “libre juego” de las fuerzas del mercado, pues carecen de “ojos y de corazón”. Son ciegas, ambiciosas y fanáticas, y conducen inevitablemente al “mío” y al “más”. Las fuerzas del mercado han hecho estragos a nivel social y natural, y están llevando a nuestra civilización, tal como la conocemos, al borde del desastre.
En un mundo sin libertad es una incongruencia hablar de economía libre de mercado. Seguimos inmersos en el mismo viejo sistema nacionalista, codicioso y egoísta del pasado. La codicia de las naciones ricas y de las grandes fortunas no tiene límite. Todo ello en medio de la perversión de la comercialización, que se ha convertido en el nuevo credo de las superpotencias económicas, que abogan por anular el intervencionismo del Estado y elevar a los altares el objetivo de obtener los máximos beneficios, el engrandecimiento y el poder, sin importar las consecuencias. La comercialización descontrolada, es más destructiva que cualquier bomba nuclear. Es la principal responsable de que millones de personas pasen hambre y vivan y mueran en la extrema miseria, con total ausencia de humanidad. Las fuerzas del mercado se basan en la competitividad en lugar de la cooperación, con el objetivo miope de vender más y a ser posible al mayor precio, aunque sea disparatado, lo que distorsiona el coste real de los productos.
Por otra parte, en los pocos países que han adoptado alguna forma de economía cercana a tendencias seudo comunistas, es la rigidez de pensamiento lo que ha producido su colapso. El totalitarismo político de los sistemas comunistas, no se adapta a las necesidades cambiantes de las sociedades. El totalitarismo económico del capitalismo se adapta mejor a los cambios, aunque genera desigualdades inmensas. Ambas opciones están abocadas al fracaso.
El Casino de las bolsas es el mayor de todos los delirios. Que los grandes bancos y compañías que representan la mayor parte de la riqueza del planeta se sometan a un juego febril y especulativo de “compro y vendo”, debería ponernos los pelos de punta.
Los inversores son una nueva especie avara que se pone nerviosa con facilidad cuando sus números no crecen. Podrán parecer una parte del engranaje del sistema, pero en el fondo solo son personas movidas por el lucro y el egoísmo, con todas las debilidades y estupideces de quienes rinden culto al dinero. Las decisiones de grandes o pequeñas empresas siempre dependen de personas.
Las bolsas son un irracional sistema económico. La especulación es la base de la actividad de los mercados bursátiles. Se trata de un comportamiento enfermizo, enfocado en buena parte en el mercadeo con divisas y productos financieros de futuros inciertos.
Resulta paradójico y hasta cómico la forma en la que se justifican las caídas y los vaivenes de las bolsas. Siempre hay una razón a mano que proclaman con seguridad los supuestos expertos, y que tan solo unas horas antes no habían sabido detectar. Suele ser un determinado suceso, real o imaginario, que hace perder la confianza a los inversores y se ponen a vender acciones de forma histérica. Sabemos por experiencias pasadas que esos desequilibrios pueden estallar y generar desajustes económicos con terribles repercusiones en quiebras de empresas, perdidas de empleos, y más pobreza, sobre todo para los ya más pobres. A los seres humanos nos cuesta mucho aprender las lecciones del pasado, nos falla la memoria histórica.
Las bolsas atentan directamente contra el principio de compartir y la justicia social. Son un viejo y rancio sistema, desgastado y divisor, llamado al colapso y al fracaso, y no tienen ninguna función a desempeñar en una estructura económica racional basada en el equilibrio, el desarrollo sostenible y la justicia. No tienen nada de inteligentes.
El ansia por el crecimiento económico se esgrime como un motor destacado de la economía. Es una de las grandes mentiras que se empeñan en hacernos creer, un gran espejismo que acabaremos por desvelar, esperemos que antes de llevar al límite a nuestro sufrido planeta. Se nos olvida que todo lo que le ocurre a la tierra en la que vivimos nos afecta directamente; bastaría con observar las estadísticas crecientes de muertes por contaminación, y el aumento de enfermedades inmunológicas y respiratorias, solo por poner un ejemplo.
La economía capitalista descontrolada se basa en crecer siempre más y de forma continua. Las empresas, las industrias y los países se lanzan a aumentar la producción cada año para obtener más beneficios, con el objetivo de aumentar anualmente su producto interior bruto (PIB), que es prácticamente el único indicador que tienen en cuenta a la hora de valorar sus economías. Esto genera un exceso de producción provocando un consumismo desbocado que aboca a la sobreexplotación del planeta y a la destrucción de recursos y hábitats naturales.
Esta tendencia consumista de crecimiento no solo se da a nivel nacional y de grandes empresas, también llega a nivel individual, sobre todo en los países con mayores rentas y recursos. Sabemos que, aunque el índice de crecimiento aumente, el índice de felicidad permanece estancado, y sin embargo medio mundo aspira al crecimiento, como la solución a todos los problemas. Infinidad de objetos que no necesitamos se fabrican en las sociedades actuales, sobre todo en Occidente. Llegamos a crear un universo de modelos y diseños sobre lo mismo, como si cada habitante de la tierra debe poseer los mismos utensilios con diferentes diseños y llevar ropa diferente. En una casa occidental normal existen literalmente cientos de objetos de los que se puede prescindir. Por muy sencilla que sea una vivienda sólo hay que ponerse a contar para comprobar la cantidad de objetos inútiles, que incluso dificultan la movilidad.
Se hace imperativo evitar el caos y el decrecimiento forzado, a lo que se llegará si no se actúa pronto. Los recursos del planeta son limitados. El consumo crea continuamente nuevas necesidades en una espiral devoradora que acabará en un profundo abismo. No puede haber un crecimiento infinito en un mundo cuyos recursos son finitos. Es una escalada absurda del cada vez mayor “nivel de vida”, basado únicamente en el consumo, que a su vez es visto como el objetivo principal de la actividad económica y el desarrollo.
No solemos pararnos a pensar en la huella que deja el consumo excesivo al que muchos creen tener derecho, simplemente “porque se lo ganan”. La “huella ecológica” es un interesante concepto que anima a la reflexión. Se define como el área productiva necesaria para continuar el ritmo de consumo de una población determinada. Es una herramienta habitual para estimar la desproporción entre recursos disponibles y los consumidos. El cálculo de la huella considera la superficie de terreno que se utiliza para cubrir todas nuestras necesidades: las hectáreas empleadas para para urbanizar, generar infraestructuras y centros de trabajo; el terreno preciso para proporcionar el alimento vegetal necesario y para pastos que alimenten al ganado; la superficie marina necesaria para producir el pescado, y las hectáreas de bosque imprescindibles para asumir el CO2 que provoca nuestro consumo energético.
Al margen de la desproporcionada huella ecológica que dejan los países más desarrollados con respecto a lo que lo están menos, y al ritmo actual de consumo, sin siquiera tener en cuenta las zonas que apenas consumen, se necesitarían al menos tres planetas como la tierra, y acabarían por no ser suficientes. Si esta situación no se resuelve de forma inteligente, será el propio planeta el que lo resuelva, y no será al gusto de los humanos. Cada vez son más los economistas sensatos que defienden la necesidad urgente de un modelo económico sostenible con el planeta, priorizando que todo el mundo, sin excepción, viva dignamente.
Los “tipejos” de interés son otra malévola práctica económica que aprisiona a buena parte de la humanidad en beneficio de una elite privilegiada. Unos pocos son dueños del dinero y lo prestan a los muchos que lo necesitan obteniendo un beneficio. La teoría se basa en que los intereses son la recompensa por el uso productivo del capital, la productividad marginal del capital físico; y la tasa de interés es determinada por las fuerzas de la oferta y de la demanda, en este caso, de la oferta y la demanda de crédito. De nuevo la ley de la oferta y la demanda partiendo del supuesto equivocado de que todos estamos en niveles similares. Se puede entender que un uso equilibrado y no abusivo de los tipos de interés sería de valor para la economía, pero una supuesta arma para regular los mercados ha pasado a ser una moderna forma de esclavitud. La mayor parte de la humanidad se endeuda para cubrir sus necesidades básicas, y el tipo de interés que deben soportar depende de factores macroeconómicos que no pueden prever ni anticipar.
Desde el punto de vista de la política monetaria del Estado, una tasa de interés alta incentiva a la inversión y una tasa de interés baja incentiva el consumo. De ahí la intervención estatal sobre los tipos de interés a fin de fomentar ya sea el ahorro o el consumo, de acuerdo a objetivos macroeconómicos generales. El problema radica en la incorrecta identificación de las causas reales de los desequilibrios económicos y de sus soluciones. Se da por hecho que, ante la inflación, con la subida generalizada de precios, supuestamente provocada por una excesiva circulación de dinero y demanda de consumo, se precisa una inmediata subida de tipos de interés, que resulta ser indiscriminada para todo tipo de préstamos. Es muy dudoso que la inflación la produzcan todas aquellas unidades familiares y pequeñas empresas que apenas llegan a cubrir sus necesidades básicas, y sin embargo, la subida de los tipos de interés empeoran aún más sus condiciones económicas en beneficio de los bancos y grandes capitalistas. Las muchas familias que tienen hipotecas sobre su única y necesaria vivienda no son los responsables del aumento del consumo. Los que menos gastan no pueden ser los responsables de la inflación. Además, cuando aumentan los tipos de interés los que tienen dinero reciben más por sus ahorros y contribuyen a aumentar el consumo excesivo y la inflación a costa de los que cada vez se endeudan más o son más pobres. También los bancos se enriquecen desproporcionadamente. Los aumentos de tipos de interés no deberían aplicarse a créditos sobre bienes esenciales o sobre productos básicos, tanto de particulares como de empresas. Los tipos de interés de esos recursos deberían estar controlados y reglados sin margen para la especulación, para evitar que se transformen, de tipos de interés a simples “tipejos”.
El gasto innecesario y peligroso es otro de los grandes retos por resolver de nuestros modernos sistemas económicos. En el primer puesto del desatino se sitúa el gasto militar mundial, en armamento que solo sirve para destruir. Se estima que en 2023 superó los 2,4 billones de dólares del que alrededor del 37% proviene de Estados Unidos, un país en el que habitan 40 millones de pobres, de los cuales 13 millones son niños. Acabar con el hambre en el mundo costaría, según cálculos de Naciones Unidas, 116.000 millones de dólares al año, y 267.000 millones anuales acabar con la pobreza para 2030. Aunque los cálculos no sean exactos, o puedan verse incrementados, no superan el 10% del gasto militar anual. Estas cifras deberían llenarnos de vergüenza.
Resulta evidente que las costosas armas nucleares y otras de destrucción masiva no se pueden usar, nos aniquilaríamos y destruiríamos el planeta en cuestión de horas. Se suele argumentar que tienen un efecto disuasorio para que otro país no intente una agresión y favorecen indirectamente la paz, pero esta escalada militar aumenta cada vez más la tensión y el riesgo de un descontrol, de una confusión o de un mal entendido, que nos aboque a una tercera guerra mundial, que sería la última y acabaría con toda forma de vida en la Tierra.
No se puede esperar que un país se desarme o detenga su inversión en armamento unilateralmente, se precisa un gran pacto en conjunto, un acuerdo de humanidad, que seguramente necesitaría una gran concienciación y demanda de los ciudadanos a sus dirigentes, que los fuerce a ejercer una voluntad política para poner fin a este inmenso derroche de recursos y de tecnología.
No solo el gasto militar hace peligrar el mundo, también todo lo relacionado con la contaminación a la que estamos sometiendo al planeta. Seguimos empeñados en fabricar una infinidad de productos aun sabiendo que la tierra no los puede reciclar, y esa lista no se está reduciendo, incluso se va incrementando. Es increíble la cantidad de productos químicos que supuestamente necesitamos para vivir, muchos de ellos perjudiciales para la salud, la nuestra y la de todos los seres vivos con los que compartimos el medio ambiente. Tampoco somos capaces de dejar el uso de combustibles fósiles, ni de reducir los gases de efecto invernadero, responsables del cambio climático. Y aunque veamos nuestros ríos y playas saturándose de plástico, seguimos usándolos sin medida, sobre todo en envases que podrían ser fácilmente sustituidos por otros materiales ecológicos. No tenemos mecanismos internacionales suficientemente efectivos para que pongan fin a las agresiones medioambientales y esto se está reflejando en la economía como una de sus mayores amenazas. Disponer de países “desarrollados” no significa necesariamente países dotados de una civilización sensata, justa y verdaderamente humana.
Los nuevos señores feudales son dignos de una mención aparte, y a esto también se apuntan las señoras, y no es precisamente un avance en igualdad de sexos. En la mayor parte de los países de nuestro limitado mundo se permite que una sola persona pueda tener todo el dinero que quiera, como si fuera un derecho universal. Actualmente hay en el mundo más de 2700 milmillonarios (en dólares), los más acaudalados con una fortuna cercana a 200.000 millones de dólares, que es superior al producto interior bruto anual de algunos países. Algún día, una humanidad más avanzada, se escandalizará por haberse permitido que una sola persona tenga más dinero que todo un país. Los libros de historia lo contaran como una aberración, y aún más cuando se llega a la obscenidad de hacer ostentación de riqueza y alarde de inmensos beneficios, sin duda por la falta de sentido de humanidad.
No hace falta pensar mucho para deducir que, si alguien posee ingentes cantidades de dinero, en algún lugar otros muchos no tendrán lo mínimo que necesitan. La comparación de los multimillonarios de ahora con los señores feudales no es una ocurrencia infundada, ahora también tienen siervos, vasallos y esclavos, buena parte de la sociedad trabaja para ellos, y no necesitan un ejército para obligarlos a trabajar, las condiciones de la economía actual lo hacen por ellos.
Estamos en una terrible edad media (oscura) del dinero, mucho más oscura de las peores posibles edades medias imaginadas. El antiguo derecho de pernada no es nada comparado con el derecho a usurpar los bienes de millones de seres humanos. Ni siquiera tiene nada de normal que una persona pueda ganar en un día, o en unos minutos, un millón de dólares, que a otra le cuesta ganar casi toda su vida laboral. Es el resultado antinatural del desequilibrio de la riqueza, una amenaza para la paz y para el futuro del planeta. Cuesta también creer en los auto justificantes de la posesión de riqueza, el “me lo he ganado”, tal vez con unos simples movimientos bancarios apretando un botón. Cuando los ricachones estrafalarios y prepotentes, que jamás hacen nada por nadie, vean el balance de sus vidas en el punto final, al pasar al otro lado, es muy posible que sientan la vergüenza del mundo en toda su intensidad, la desolación por haber poseído tanto y haber practicado el egoísmo insolidario.
El síndrome de acumular dinero es una enfermedad de la que conviene estar prevenido, y que no sea por falta de información. Podríamos llamarlo el “Síndrome del Tío Gilito”, ese personaje de los dibujos de Disney, conocido en EE. UU. como “Scrope Mc Duck”, o en los países suramericanos como “Rico McPato”, un viejo rico, tacaño y egoísta, forrado de dinero que dispone de una piscina llena de monedas y billetes en la que nada y se tira desde un trampolín, su pasatiempo preferido en el que encuentra su máximo y enfermizo placer, como el de todos aquellos que revisan cada día su dinero para ver como crecen las cifras anotadas en un simple papel o en una pantalla de ordenador.
Algunas personas caen en la trampa de creer que cuando tengan determinada cantidad de dinero pueden llevar una vida plena y feliz. Se fijan una cantidad y trabajan duro para conseguirla, y desperdician la mayor parte de su preciada vida en esa lucha. Algunos consiguen llegar a ese nivel económico, y curiosamente la mayor parte de ellos decide entonces elevar la cifra y cae presa de una espiral sin fin. Algunos afortunados, más sensatos y reflexivos descubren al menos que han perdido un tiempo precioso buscando la felicidad en el dinero. La esclavitud de lo material se cuela en tu vida sin darte cuenta. Si tienes un poco quieres lo suficiente. Si tienes las necesidades cubiertas aspiras a vivir con mayor holgura. Después llega la imaginación y nos muestra todo lo que se puede hacer con dinero, y así te puedes convertir en un auténtico “Don Nadie” o en una “Doña Nadie”.
Acumular dinero lo convierte en corrosivo, indica falta de amor, porque el amor a sí mismo es en realidad falta de amor. Amarse a sí mismo es condenarse a vivir una vida mediocre. Vivir solo para los bienes materiales significa sacrificar las maravillas a las que puede acceder el ser humano siguiendo el camino de la luz y el amor, a cambio sólo de recompensas que desaparecen tan pronto como llegan. Es como morir en vida, con el tiempo faltará hasta el aliento, y curiosamente se evitará pensar en la muerte hasta que llegue el último momento.
La principal debilidad de la humanidad es el deseo, y el dinero es su símbolo por excelencia. El deseo exige la satisfacción de la necesidad, de acaparar objetos, posesiones y comodidad material. Exige la acumulación de cosas, y del poder y la superioridad que sólo el dinero puede dar. Este deseo controla y domina buena parte del pensamiento humano y es la tónica de nuestra actual civilización; es también el cáncer que lentamente contamina la vida y la dignidad humana; es un lastre que impide a la humanidad avanzar hacia metas más elevadas.
Se debería tratar el deseo de dinero y de poder como una adicción. Se sabe mucho sobre las conductas de la persona adicta, los problemas que se plantean en la desintoxicación, el peligro de las recaídas…. Todo ese conocimiento debería ser aplicado a quienes tengan un insaciable deseo de poseer. Mucha gente necesita reconocer esta adicción y dejarse ayudar.
La relación entre dinero y felicidad merece una reflexión, para deparar algunas sorpresas.
¿Da el dinero la felicidad?. Mucha gente respondería que es una importante ayuda, y dirían que serán capaces de administrar bien el dinero y sabrán vivir una vida feliz, y el dinero les liberará de sus obligaciones y podrán cumplir sus sueños y sus proyectos. Muchas personas expresan este tipo de aspiraciones con convicción y sinceridad, e incluso creen poder hacer muy buenas acciones con dinero.
De lo primero que tenemos que ser conscientes es que el dinero no es bueno ni malo, es una forma de utilizar los bienes y servicios, de concretizar la energía de la materia para facilitar su uso, su movimiento, su intercambio. Nació para hacernos más fácil la vida, y en cierta medida lo ha conseguido. Ha sido un gran logro de la humanidad, más reciente de lo que habitualmente se cree; pero los humanos somos capaces de conseguir que un logro se convierta en una pesadilla.
Se han realizado interesantes investigaciones tratando de descubrir si un aumento significativo de ingresos produce la percepción de una mayor felicidad, y todos apuntan que, a partir de cierta cantidad para poder vivir con dignidad, los ingresos adicionales no mejoran la percepción de felicidad, ni siquiera de bienestar.
Para aquellos que están actualmente muriendo de hambre tener simplemente garantizadas las comidas habituales supone un alto grado de felicidad, y durará mucho tiempo. Cada mañana darán saltos de alegría al ver que pueden comer y ver comer a sus hijos, aunque con el paso de los meses, cuando estén seguros que esa situación es irreversible, cuando hayan dejado de ser pobres, la relación entre más dinero y felicidad se estancará.
A menudo se confunde felicidad con comodidad. Mucha gente, y no precisamente pobre, está deseando que le toque el primer premio del sorteo de la lotería, y sueña con todo lo que podría hacer: dejar de trabajar, viajar, vivir en una buena casa o en varias, comprar lo que siempre ha deseado…, pero todo eso sólo es mayor comodidad, y las puertas que suele abrir un exceso de comodidad no tienen nada que ver con la felicidad.
La felicidad subjetiva no se apoya en lo que se tiene, sino en cómo se interpreta y maneja lo que se posee. Una muestra de inteligencia lo da la congruencia entre lo que se tiene y lo que se desea.
Da mucha más felicidad invertir en experiencias que en cosas. Lo que experimentamos es más importante para ser feliz que lo que compramos. Las experiencias son propias y difícilmente comparables con las de los demás, por lo que están menos sometidas a las odiosas comparaciones sociales, a las que son menos vulnerables. A través de las compras se genera una rápida adaptación a los nuevos bienes. Las experiencias incitan a vivir con mayor intensidad y a seguir experimentando. Sus efectos son más reales y persisten más en el tiempo.
El dinero aparenta que eliminará obstáculos, dificultades y obligaciones que supuestamente nos impiden ser felices. Su uso correcto debería ayudarnos a ser quien somos, pero la realidad indica que disponer de exceso de dinero nos hace complacientes y proclives a la pereza y a caer en todo tipo de espejismos.
Hay etapas en la vida que no nos falta de casi nada, pero lo que no debe faltar es el progreso en la búsqueda de sí mismo, en el crecimiento de la conciencia. Lo verdaderamente importante es gratis. Se trata de aspirar a ser y no a tener.
Hacia un nuevo mundo económico debería ser la dirección a establecer por una sociedad que haga honor a la inteligencia humana, con planteamientos de sentido común y sensatez económica, y soluciones que están a nuestro alcance. No es el objetivo de este artículo desarrollar esas soluciones, que deberían ser fruto de reflexiones y decisiones colectivas, sino dejar constancia de algunas premisas y principios de comportamiento que den solidez a una nueva forma de entender la economía, saneada y renovada, rescatada de su actual confusión.
La economía debe estar al servicio de las personas y no las personas al servicio de la economía. El bien de la comunidad debe siempre estar por encima del bien individual. Se tiene que dejar de favorecer enfoques económicos que hacen que se enriquezcan unos pocos avaros insaciables a costa del esfuerzo ajeno.
Existen alternativas a la economía neoliberal y al capitalismo del mercado que nos pueden sacar rápidamente de la complicada espiral depredadora, destructiva y egoísta en la que estamos inmersos. Se basan en recuperar valores humanos que deben orientar todos los planes económicos, como la cooperación, el desarrollo sostenible, la justicia social, la capacidad de compartir, y la dignidad humana
También las actitudes personales hacia el uso del dinero deben ser reconducidas. Detrás de todo uso del dinero hay una actitud personal, tanto en pequeñas como en grandes decisiones. La responsabilidad del empleo del dinero, en relación con los bienes del conjunto de la comunidad, no solo es cosa de las grandes fortunas. No se puede esperar que desde los grandes poderes lo resuelvan todo y seguir permaneciendo en la antigua conciencia personalista de “mi dinero”, de “lo mío”, y los demás que se apañen. Es importante reflexionar sobre el uso personal que damos al dinero, y el tipo de conciencia con la que teñimos hasta nuestras más pequeñas decisiones monetarias. La sociedad la creamos entre todos, no va a ser posible un cambio a gran escala si no hay un cambio en la mayor parte de la ciudadanía.
Cooperación en vez de competición, no es una idea buenista, es una necesidad imperiosa para romper el círculo vicioso que envuelve nuestro actual sistema económico. Donde hay competitividad no puede haber cooperación y viceversa. Las dos no pueden convivir. La gente del mundo puede ser dividida en dos tipos: aquellos que compiten, y aquellos que cooperan. La balanza se tiene que decantar hacia estos últimos, esa es la mejor de las esperanzas.
La competencia busca el triunfo sobre el supuesto contrario, obsesionada con la comparación; la cooperación deja en paz a los demás, no juzga y se alegra por el bien ajeno.
La competencia sólo se interesa por el yo personal, individual o de un grupo cerrado; la cooperación trabaja a favor del bien general.
La competencia se basa en el egoísmo; la cooperación es altruista por naturaleza, siempre a favor de compartir.
La competencia ama lo viejo, práctica la rigidez y odia las propuestas innovadoras; la cooperación favorece la flexibilidad y abraza con alegría los cambios.
La competencia tiende a la separación, a la lucha y al conflicto; la cooperación busca mezclar y fusionar la diversidad de culturas y países.
La competencia fomenta las visiones personalistas, a menudo insociables y fanáticas; la cooperación genera creatividad y se deja ayudar por la imaginación y las iniciativas de un mayor grupo de personas
La competencia potencia el principio de deseo, que despierta la codicia y el temor; la cooperación libera el amor incondicional que traemos a la vida como derecho de nacimiento.
La competencia fuerza el orden natural de las cosas; la cooperación libera la buena voluntad.
La competencia nos ha conducido al borde del precipicio, solo la cooperación nos ayudará a encontrar el sendero de retorno y a encauzar una sana convivencia.
Decrecimiento económico y desarrollo sostenible son la respuesta básica a la locura de tener siempre que estar demostrando un crecimiento continuado para no fracasar. De hecho, en ese empeño en crecer radica el fracaso asegurado, del que advierten los científicos y que toda persona sensata ve venir.
Una nueva corriente fresca de ideas empieza a salir a la luz ante tanto despilfarro. Es la idea del decrecimiento económico, de la suficiencia, de “hacer más con menos”, y de vivir de forma armoniosa y sostenible con nuestro planeta, del que somos parte, aunque a veces lo olvidemos. Es un concepto muy positivo, que da esperanza sobre bases bien fundadas. El decrecimiento es un corriente de pensamiento político, económico y social favorable a la disminución regular y controlada de la producción económica con el objetivo de establecer una nueva relación de equilibrio entre los seres humanos y la naturaleza, y entre ellos mismos.
La idea es abandonar el crecimiento por el decrecimiento hasta lograr el equilibrio natural. Se trata de potenciar estrategias de escala reducida, relocalización, eficiencia, cooperación, autoproducción, durabilidad y sobriedad, desarrollo sostenible, simplicidad sin imposiciones. Se busca reconsiderar los conceptos de poder adquisitivo y nivel de vida.
Los índices de valoración de las economías deben superar el culto al producto interior bruto y dotar de muchos más indicadores. La verdadera medida de la “renta per capita” de un país debería medir parámetros como:
– El grado de igualdad y del reparto de la riqueza y del trabajo.
– Los servicios básicos asegurados: alimento, vivienda, salud y educación, y el grado de facilidad o dificultad para acceder a ellos, y cuanto tiempo de esfuerzo hay que dedicar para conseguirlo.
– El acceso a la cultura y al ocio con un adecuado grado de calidad.
– El grado de cooperación en todo tipo de aspectos, en contraposición con competición.
– El nivel de protección y participación social.
– El grado real de libertades, y el equilibrio entre derechos y obligaciones.
La calidad de vida esta relaciona con todos estos aspectos, y en nada con el nivel de consumo. Un nivel excesivo de consumo en una persona indica ya de por sí una ausencia de principios y valores humanos. Un tipo de calidad de vida todavía por explorar y que se centraría en valorar la “vida interna” de las personas, contemplaría otros aspectos más subjetivos, como el grado de comprensión del papel de cada uno en esta vida; la creatividad; la inteligencia emocional media; la capacidad de desapego de las situaciones problemáticas; el tipo de identificación con lo que creemos ser; el grado de amor y afecto por el resto de los seres humanos; por citar sólo algunas de la características que algún serán consideradas como verdadero patrimonio de la humanidad.
Una de las prioridades que tendremos que adoptar será la resistencia a la necesidad de consumir creada por la publicidad y la moda a través sobre todo de la televisión. Se vislumbra el nacimiento de una nueva forma de insumisión al derroche, al apego a la materia. Se precisa también declarar la insumisión al deseo y a los pensamientos desenfrenados. Junto a la huella ecológica que dejamos con la forma de consumir los recursos, existe una huella emocional y mental que eleva la tensión de la vida en la tierra, y que se puede percibir sin tener capacidades especiales.
El principio guía de una economía que resuelva nuestro desequilibrio actual debería ser la suficiencia y no el derroche, sencillez en contraposición a complejidad. Una economía verdaderamente sostenible es aquella que provee las necesidades de todos dentro de las posibilidades de salud del planeta, es puro sentido común.
Limitar la posesión excesiva de dinero y recursos es una de las primeras decisiones sensatas que deberían ser adoptadas a nivel global. No tendría que ser un derecho apropiarse, aunque sea legalmente, de los recursos de miles y millones de personas. Nadie, por muy inteligente que sea o por mucha capacidad que muestre para los negocios, debería poder acaparar recursos desorbitados, para acabar amasando una riqueza indecente, detrayendo recursos, directa o indirectamente, a otras muchas personas que no podrán cubrir sus necesidades básicas.
Hay un gran cinismo al tratar de justificar ingresos desmesurados creyendo que han sido ganados limpiamente. Puede que lo hayan sido de forma legal, pero no de forma honesta, faltan los ingredientes básicos de la honestidad como es actuar con sinceridad y mostrar respeto hacia los demás y hacia uno mismo, y falta honradez, decencia, y justicia.
No tiene ningún mérito multiplicar la riqueza con operaciones bursátiles o bancarias especulativas, con mercadeos en situación de privilegio, o con inversiones en negocios y actividades para los que se parte de una posición de ventaja. El actual sistema económico tiene creadas las condiciones para que cuando se dispone de grandes cantidades de dinero se multipliquen con facilidad, creando mayores desajustes y desequilibrios en la distribución de la riqueza, y esta es una de las causas objetivas que amenazan la paz en el planeta. Incluso en las grandes crisis económicas los grandes capitales salen ganando, y además fuerzan a los gobiernos a recibir un trato de favor. Todo el mundo sabe que los ricos pagan menos impuestos, por ese miedo de todos los países a que se lleven su dinero a otro lugar que les de mayores privilegios.
Se hace imperativo encontrar límites al enriquecimiento desproporcionado sobre el que deberían aplicarse impuestos progresivos hasta una cantidad en la que toda ganancia adicional revertiera a la comunidad. Esto por ahora parece una utopía, y en parte se debe a que mucha gente suele ver a las personas muy ricas como triunfadores, a los que se envidia, en lugar de verlos como acaparadores de bienes que deberían estar al acceso de todos, y como usurpadores de oportunidades y dignidades humanas. Cuesta comprender que la ostentación de riqueza, que a menudo se exhibe por televisión, se tolere y se aplauda, tal vez imaginando que podríamos ser nosotros los afortunados, en lugar de sentir vergüenza ajena por personas con escasa conciencia y sentido de humanidad.
Hacen falta dos ruedas para tirar del carro de la economía y sin embargo, se siguen imponiendo modelos extremos. El fracaso económico tanto del sistema capitalista descontrolado, con la supuesta libertad del mercado, como de los sistemas seudo comunistas, con el absoluto intervencionismo del Estado, se debe a sus posiciones extremas, a obviar que el impulso y el equilibrio económico precisa de unas normas reguladoras justas que también permitan una verdadera libertad de acción.
Las dos ruedas que deberían regir todos los principios económicos son: una rueda de carácter social, con la protección del Estado de las necesidades básicas y el establecimiento de normas justas sobre la regulación de los mercados y del conjunto de la economía; y otra rueda de libre aspiración, que permita iniciativas y proyectos privados de libre empresa, con acceso a sus correspondientes beneficios.
Las necesidades básicas que todo Estado que se precie debería facilitar, respetar y proteger son principalmente cuatro, en el siguiente orden: alimentación, vivienda, salud y educación. Una sociedad que ha logrado para sus habitantes esos objetivos, es ya de por sí una sociedad avanzada. Ninguna nación provee actualmente estas necesidades básicas, ni siquiera las grandes economías que presumen de su posición de poder. Sorprende ver, en los países más desarrollados, sus cuidadas ciudades con esplendidos desarrollos urbanísticos, rebosantes de riqueza y aplicaciones tecnológicas avanzadas, que se llenan de pobres deambulando y durmiendo en sus calles. El bestial desequilibrio actual de la riqueza no es solo cosa de los llamados países del tercer mundo.
Esta protección social del Estado al ciudadano se demostraría en su atención a las necesidades sociales, educativas y sanitarias, dejando espacio para la prevalencia del poder adquisitivo de cada ciudadano. Sería una intervención del Estado para asegurar unos mínimos de humanidad, y también en la defensa de grandes fuentes de recursos esenciales, que no deberían estar en manos privadas, y que se pueden gestionar con mayores garantías a través de empresas nacionales, en áreas como el trasporte, los combustibles y la energía eléctrica. El Estado también debería controlar la especulación, con el control de intermediarios nocivos que asolan el mercado rompiendo el equilibrio justo entre costes y beneficios, y debería también proteger de cualquier forma de corrupción, incluida la publicidad engañosa y de consumos dañinos para la salud y el medio ambiente.
Algunas teorías apuntan a que una situación de economía ideal se daría con 70% de medidas sociales cubiertas y un 30% de liberalismo de corte capitalista, pudiendo establecer una relación entre el grado de socialismo y de capitalismo de la sociedad de cada país, entendiendo ambos términos sin ninguna connotación política. En ese sentido, los mayores índices de bienestar se localizan actualmente en los países nórdicos europeos, con un grado de protección social cercano al 40%. Otros países, como España y Francia sitúan ese grado entre un 15% y un 20%. Para EE.UU. es sólo de un 5 %.
El final del capitalismo salvaje debería dirigirse en dirección a una forma de “socialismo democrático” donde las fuerzas del mercado estarían basadas en la conciencia social y la sana convivencia. Tiene que crearse un proceso económico sostenible y autorregulable, un sistema económico que evite la codicia de naciones y personas ricas, y reemplazarla por la armonía social y el control de los excesos de las fuerzas del mercado.
Compartir para salvar el mundo debería ser la prioridad en la relación de los países entre sí y el principal objetivo de una humanidad inteligente.
Una palabra tan simple como “compartir” encierra la clave para lograr la justicia y libertad de toda la humanidad y convertir la vida en el planeta Tierra en un paraíso, en un sueño a nuestro alcance que puede hacerse realidad si un número suficiente de países y de personas lo ponen en práctica.
El impulso de compartir es innato. El deseo de compartir está en todos, no es una creencia adquirida o una actitud de buena fe. Seguramente se pierde a lo largo de los años por “contagio mantenido en el tiempo”, al convivir con los que te rodean y acabar creyendo que en la vida cada uno va a lo suyo y nadie se preocupa o ayuda a nadie, y se justifica porque “eso es lo que hacen todos”. Sin embargo, lo que haga la mayoría no tiene necesariamente que imitarse y la prueba de ello es que la forma en la nos relacionamos, tanto en pequeños grupos como en naciones, no es la más adecuada y nos está conduciendo a un gran abismo.
Por el momento domina la competición sobre la cooperación, aunque cada vez es más evidente que el culto al competir, repetido hasta la saciedad, no obtiene los resultados que promete. La esperanza se vislumbra porque hoy día hay intentos de cooperación por todas partes, y muchas mentes brillantes plantean soluciones basadas en el compartir, en el reequilibrio de la riqueza y la necesidad de mayor justicia social.
Si observamos las leyes de la naturaleza y de la armonía natural vemos que en todo hay un mensaje que nos redirige hacia la cooperación, hacia el compartir y el respeto por todas las formas de vida. En la naturaleza todo esta interconectado, y aunque la vida de muchos seres vivos nos pueda parecer salvaje, ninguno de ellos está destruyendo el planeta y a sus semejantes, no cogen más de lo que necesitan y no practican los actos bárbaros que es capaz de realizar la especie más evolucionada.
Es muy útil cultivar el reconocimiento de que el mundo en el que vivimos es fruto del esfuerzo de otras personas con las que formamos un todo. Alguien ha construido los edificios, las carreteras, otros elaboran las ropas, los alimentos. Tomar conciencia de esa unión nos ayuda a vivir descentralizados de nosotros mismos. La sociedad actual está totalmente interconectada y tiene la necesidad de encontrar formas de relación saludables y sostenibles. Cada uno de nosotros tiene también la necesidad de encontrar las mismas formas de relación sanas y naturales, algo que no debería de extrañarnos, porque somos parte del mundo en que vivimos, aunque a veces lo olvidemos.
Compartir no es dar, porque dar coloca en situación de superioridad. Si tu habilidad o tú suerte te permite acceder a una situación de control sobre un gran número de bienes y recursos, a veces convertidos en dinero, es sensato comprender que no te corresponde consumir por encima de tus necesidades y en algún lugar del planeta dejar sin lo básico a otras personas. Compartir es un acto de reequilibrio y de responsabilidad.
La injusticia en el consumo y distribución de recursos nos pone en peligro y genera un sufrimiento difícil de imaginar. Hoy día hay más de mil millones de personas padeciendo hambre y todo tipo de necesidades, principalmente en países pobres, en un mundo que tiene más de un 10% de excedentes alimentos, que se acaban pudriendo en almacenes y contenedores, o se tiran ingentes toneladas anuales, en un juego macabro para mantener y subir los precios, sin contar el desperdicio de alimentos en los países desarrollados, tanto a nivel personal, como familiar y colectivo. También hay un excedente global de materia prima y de fuentes de energía, si se emplean debidamente. Existen auténticos campos de exterminio donde millones de personas mueren de hambre ante el olvido de la parte acomodada del planeta, encerrada en sí misma y preocupada en seguir creciendo y fabricando más dinero del que puede consumir. Es una tragedia de dimensiones colosales que debería llenarnos de vergüenza.
El mundo desarrollado usurpa y derrocha el 75% de los alimentos disponibles y el 83 % de los recursos mundiales. El “tercer mundo” tiene que apañarse con el resto. Los ciudadanos de los países ricos no aceptan su responsabilidad en este desastre y si no la aceptan tampoco lo hacen sus gobiernos. Si por no acabar con el hambre en el mundo no votaran a sus dirigentes, cambiarían radicalmente.
Existe una convicción creciente que va ganando conciencias día a día, basada en la idea de que un equilibrio económico pondría a los bienes y productos en su precio de coste real, sostenible medioambientalmente, y libres de especulación, por lo que no sería preciso trabajar tanto para conseguir un digno nivel de vida para todos.
Si se creara una corriente constante de los alimentos, de las materias primas y las fuentes de energía y se distribuyeran equitativamente entre toda la humanidad, el resultado será la salud. Al igual que ocurre con cualquier ser vivo, cuando algo se acumula en cualquier punto y no fluye, se presenta una congestión, se produce la inflamación y la enfermedad. El hecho de que un tercio de los habitantes del planeta se apropien de la mayor parte de los alimentos, las materias primas y las fuentes de energía, e incluso las desperdicien, mientras dos tercios carecen de ellas, es la principal causa de malestar y enfrentamiento en el mundo. Ese desequilibrio está dando por resultado un mundo enfermo, y de ahí la tensión y la violencia. Si no resolvemos estas desigualdades acabaremos por destruirnos
Hay un gran ejemplo histórico de compartir a gran escala en el conocido como el Plan Marshall de EE.UU, aplicado al terminar de la Segunda Guerra Mundial, donde durante cuatro años desde 1948, se produjo una gran ayuda económica a la Europa Occidental que tenía sus economías en la ruina, con buena parte de sus ciudades e infraestructuras destruidas. Se enviaron alimentos, combustible, maquinaria, y dinero y bienes en forma de préstamos, y este estimulo favoreció extraordinariamente que en muy pocos años las economías se pusieran en marcha y las ciudades fueran reconstruidas. Entre esos países estaban Italia y Alemania que habían sido enemigos de EE.UU. en la guerra, en una gran muestra de solidaridad y de dar por finalizadas las diferencias y los conflictos.
El proceso de compartir que se precisa debería ir mucho más allá. Se tendría que considerar a todos los productos como pertenecientes al mundo, a todos los seres humanos, a todas las naciones. Cada nación podría hacer un inventario de todo lo que posee, de lo que necesita, y de lo que tiene en exceso, y por medio de una Agencia de distribución en Naciones Unidas canalizar lo que les sobra y recibir lo que les falta, en un proceso de compartir e intercambio, una nueva forma inteligente de trueque, que se puede realizar con precisión a través de nuestras avanzadas tecnologías. Para ello es imprescindible abandonar la lacra de la competitividad y realizar un gran cambio de conciencia.
Compartir frenará la tendencia a la superpoblación del planeta. En el “tercer mundo”, donde se mantienen altas tasas de nacimiento, las naciones están menos capacitadas para alimentar a la población. Allí necesitan familias numerosas porque saben que se produce una gran mortandad antes de llegar a la edad adulta. Tienen familias grandes para asegurar que algunos llegaran a ser adultos y cuidaran a sus padres en la vejez, porque tampoco disponen de pensiones por jubilación, ni de sociedades del bienestar.
Se debería empezar por cancelar la deuda de los países desolados por la pobreza. Es una deuda impagable, que en muchos casos se ha costeado en intereses a lo largo de los años por encima de lo prestado. Es otro ejemplo de usura con los intereses de los préstamos. Las ayudas financieras deberían establecerse siempre sin condiciones abusivas. Los intereses no se deberían aplicar cuando se trata de crear un reequilibrio básico de la riqueza entre naciones.
El dinero es un posible y gran haber espiritual esperando a ser hecho realidad. El dinero es una manifestación de la energía. Toda energía proyecta una fuerza impersonal y ciega, que puede aplicarse de distintas maneras por el organismo que la recibe, y el hecho de emplearse de forma egoísta o altruista, marca la principal diferencia. El dinero es como una energía incolora. Según la usemos coge el color de nuestras propósitos y acciones, desde tonos grises y oscuros, hasta preciosos y magníficos colores inimaginables.
El apego al dinero y a las cosas materiales es la raíz de todos los problemas. Adorar a ese falso Dios es la debilidad fundamental de la humanidad. Se expresa a través del incesante “deseo”, que encuentra en el dinero su campo perfecto de expansión. El deseo exige la satisfacción de la necesidad, continua y sin fin, el ansia por objetos, posesiones y comodidad material, con la falsa promesa de libertad y felicidad. Este deseo esclaviza el pensamiento humano y lo atrapa en su propia tela de araña, arrebatando la dignidad y limitando la vida.
Hace demasiado tiempo que la actitud de la humanidad hacia el dinero está viciada por la codicia, la ambición personal, la envidia, los deseos materiales y la desesperada necesidad del mismo, justificada o no. Todas ellas son actitudes erróneas, las cuales nos han conducido a las desastrosas condiciones económicas del mundo actual; cosechamos los efectos de nuestro mal uso de la energía que contiene el dinero.
A la vista de los hechos, deberíamos concluir que los humanos, supuestamente inteligentes, no hemos aprendido a usar el dinero de forma sana y sensata. Gastamos ingentes cantidades de dinero en productos costosos e innecesarios: en alimentos nocivos, licores, tabaco, drogas, joyas, valiosas piedras y otros inútiles artículos de lujo. Se malgastan grandes cantidades en satisfacer vicios, en buscar emociones violentas e incesantes placeres nocturnos. Se hacen inversiones inmensas por todas las naciones en armas que solo sirve para matar y destruir. Vivimos en una prisión autocreada por el uso inadecuado de la energía del dinero. En la regeneración del dinero y en el cambio de actitud de los seres humanos hacía él, se encuentra la clave para la liberación del mundo, para dejar de estar gobernados y lastrados por la materia, y permitir que nuestra esencia espiritual emerja al fin.
Hay una gran responsabilidad en el empleo que damos al dinero. Deberíamos hacernos algunas preguntas con sinceridad: ¿Cuál es mi propia actitud hacia el dinero?, ¿Lo considero como un posible y gran haber espiritual, o como algo material?, ¿Cuál es mi responsabilidad respecto al dinero que pasa por mis manos? ¿Lo manejo como debe manejarlo una persona con conciencia de humanidad? .
Se pueden tener las mejores intenciones sobre el uso del dinero, o sobre como debería ser empleado en la economía, pero si el dinero que manejamos individualmente no se dedica a fines correctos, al cumplimiento de las debidas obligaciones, más el constante reconocimiento de la relación de todo el dinero con el conjunto de la sociedad, no valdrán de nada las buenas intenciones, se deben manifestar en acciones concretas. En una conciencia que se precie de albergar humanidad debería haber siempre espacio para reconocer las necesidades de todos los habitantes del planeta, y esto es no es una cuestión de simple bondad, sino de demostrar que merecemos ser llamados seres humanos.
En determinado momento evolutivo se precisa aprender a reconocer la diferencia entre la abundancia materialista y la suficiencia espiritual. En medio de la riqueza se puede morir de hambre “espiritualmente”. Algún día nos daremos cuenta de lo poco que se necesita para llevar una vida plena. La liberación de las cosas materiales acarrea consigo su propia belleza y recompensa, su propia alegría y gloria. La pregunta tantas veces planteada: ¿El dinero da la felicidad?, tiene una respuesta directa: el dinero sólo da la felicidad cuando se emplea en ayudar a los demás. La generosidad es la clave para mantener la alegría de vivir y las puertas abiertas al alma, a nuestras posibilidades espirituales más elevadas.
Existe un número creciente de personas cuyas vidas no están dominadas por el amor al dinero y que pueden normalmente pensar en términos de valores más elevados. Son la esperanza del futuro y los que tiran hacia delante de los demás. Pero tienen que vivir igualmente en el sistema. Aunque no amen el dinero, lo necesitan y deben disponer de una parte de él por mínimo que sea. Están sometidos como todos a la presión del mundo comercial que todo lo envuelve. Deben también trabajar y ganar lo necesario para vivir. Hasta para realizar acciones solidarias y altruistas se necesitan fondos suficientes. Quienes nada desean para sí serán las personas idóneas para tomar decisiones acertadas en el uso de las grandes cantidades monetarias y en la redistribución de las riquezas del planeta; asumirán su responsabilidad sin temores y con la debida comprensión, y no se verán afectadas por miedo al futuro y por desconfianza mutua.
El dinero puede ser también la consolidación de la energía amorosa y viva de los aspectos más espirituales de la humanidad. La palabra “espiritual” abarca todas las fases de la vida, y no pertenece en exclusiva al ámbito de las creencias y las religiones. Es espiritual todo lo que tiende a la comprensión, a la bondad, a aquello que produce belleza y puede conducir al ser humano a una expresión más plena de sus potencialidades. Todo trabajo se torna espiritual cuando su móvil es correcto, cuando es empleada la inteligente discriminación y el poder del alma es agregado al conocimiento. Toda actividad que impele al ser humano adelante, hacia alguna forma de desarrollo evolutivo es esencialmente de naturaleza espiritual. Cuanto mayor sea la comprensión y expresión del amor, tanto más libremente afluirá lo necesario para llevar a cabo las aspiraciones y los proyectos de los verdaderos servidores, que trabajan con la energía del amor y no con la energía del deseo, que es sólo el reflejo o distorsión del amor. Hasta ahora el dinero ha sido utilizado en su mayor parte como el instrumento del egoísmo humano, pero ahora puede ser el instrumento de su buena voluntad.
La auténtica necesidad, el amor verdadero y el poder magnético e impersonal, son las tres cosas que, consciente o inconscientemente, atraen el dinero para su uso en el servicio al bien mayor, y no para resolver las cuestiones personales. Pero las tres deben manifestarse a la vez. La necesidad tiene que ser real, el amor libre de egoísmo y la fuerza magnética debe tener móviles correctos. El uso adecuado del dinero en el servicio precisa decisiones reflexionadas sin precipitación, un firme pensamiento basado en móviles creadores, y habilidad en la acción, teniendo siempre presente las consecuencias de cada acto, sin anteponer el yo personal. Se precisa mantener móviles en los que predomine el amor al grupo y el olvido de sí mismo.
Hay un valor oculto del dinero en el servicio, en la dedicación al bien de los demás y de la colectividad, y se convierte así en un posible y gran haber espiritual. La conciencia de humanidad, de justicia, de reequilibrio de la riqueza y de los recursos, ahora no solo es una imperiosa necesidad, sino que es una posibilidad real. Se abre una gran elección antes el espíritu humano y no podemos fracasar.
Conviene dejar volar la imaginación, de como será el mundo cuando la mayoría de los seres humanos se dediquen a hacer el bien a otros y no se ocupen de sus propias metas egoístas. Es un vuelo de la imaginación constructivo que creará una forma mental que más adelante tenderá a manifestarse. Los grandes cambios evolutivos nacen siempre de ideas imaginativas. Para que un gran proyecto se materialice hay que imaginarlo, cargarlo de energía, creer y confiar en que es posible, permanecer firmes en el empeño, y por supuesto hacer todo lo que este en nuestra mano para hacerlo realidad. Se necesitan más que nunca mentes visionarias y prácticas, que no cesen nunca de creer en un mundo mejor, en una humanidad unida y solidaria, dispuesta con firmeza a transformar este planeta de sufrimiento en un paraíso de hermandad que es su destino natural.