Si hay algo que, hoy por hoy, abunda en nuestro planeta azul es el sufrimiento, y no parece que encaje con la belleza de la naturaleza, ni con la grandiosidad de los cielos y los mares, o con las innumerables formas de vida multicolor que gozan tan solo con el roce de unos rayos de sol. Se diría que sufrir es una marca de identidad de los seres humanos, a pesar de que acostumbramos a considerarnos como los seres más evolucionados, los “más inteligentes” que pueblan la tierra.
Para dejar de sufrir hay que comenzar por comprender el origen del sufrimiento y su relación con el dolor.
El dolor se presenta de vez en cuando en su variante física, para darnos mensajes que no solemos entender. Es una respuesta del cuerpo que avisa que algo no va bien, o que se ha sufrido una herida y hay que reparar el daño causado. Ese dolor es indispensable para que el cuerpo sobreviva. La primera reacción es intentar que el dolor desaparezca, pero la buena curación atiende el aviso, busca sus causas y pone los mejores remedios.
El dolor también tiene una variante emocional y puede venir de una herida que no sea física. Se parece al dolor físico porque también es un síntoma que está avisando de que algo no va bien. El dolor emocional es tan real o intenso como el dolor físico. Activamos las mismas conexiones neuronales cuando sentimos un daño físico que cuando pasamos por una experiencia emocional dolorosa. El cerebro no distingue entre un dolor físico y uno emocional. El dolor físico puede ser resuelto o controlado con medicinas y técnicas médicas, y de él solo quedará el recuerdo; pero el dolor emocional puede volver una y otra vez e instalarse para siempre, a menos que encontremos como liberarnos de sus cadenas. Los dolores más fuertes y difíciles de soportar son emocionales, y también es emocional la forma en la que más daño hacemos a los demás.
Al igual que el dolor que proviene de algo físico, las emociones desagradables tienen su marco de utilidad porque indican que hay ciertas necesidades de carácter universal, más allá de las necesidades corporales básicas, que no son satisfechas, como son las necesidades afectivas, la necesidad de compartir, de dar sentido a lo que hacemos, las necesidades de desarrollo evolutivo…; lo que hace que la insatisfacción del sentimiento desagradable sea en realidad un aviso y una protección contra la insensibilidad y la falta de interés por las cosas que enriquecen la vida.
El sufrimiento se parece al dolor en su apariencia externa, pero es totalmente diferente. Es una creación mental de la forma en que se interpreta el dolor, e incluso puede crearse sin base en el dolor, o sobre un dolor autocreado. Produce un tipo de malestar que se acompaña con unas amargas y deprimentes características que no tiene necesariamente el dolor. Ese malestar proviene de los juicios que fabrica la mente más densa, la mente concreta, respecto a cómo deberían ser las cosas o hacia el rechazo a lo que sucede o puede suceder. Es fruto de una actitud mental que evalúa, compara y pretende negarse a vivir lo que está sucediendo o ha sucedido, o bien imponer lo que debería ocurrir en el futuro.
El sufrimiento es una interpretación personal, autocentrada, que aunque pueda estar basado en una o varias necesidades universales que están faltando, lleva la atención hacia el exceso de personalidad, hacia la autocompasión, hacia la falta de aceptación de lo que trae el destino, hacia el culto a “sí mismo”, tergiversando las circunstancias y la relación con los demás. Cuando se cae en las redes del sufrimiento se deja de buscar soluciones inteligentes para cubrir necesidades y se adopta el papel de víctima a merced de las circunstancias y de los espejismos propios y ajenos, profundizando en una espiral de irrealidad que retroalimenta y mantiene el proceso.
A veces el viento viene en contra, y se presentan tiempos de adversidad. Hay momentos en los que la vida nos pone a prueba y nuestro pequeño mundo parece desmoronarse ante situaciones de una presión extrema. Ante una enfermedad grave, ante un divorcio, ante la muerte de un ser querido; una auténtica sobredosis de dolor puede hacer tambalear a las personalidades más firmes y asentadas. En esas ocasiones el salto del dolor al sufrimiento puede darse con cierta facilidad dado el impacto del acontecimiento negativo y traumático que trae consigo un proceso en que pueden aparecer momentos de angustia y desesperación, pero una adecuada actitud y asimilación de la situación puede impedir que el dolor se convierta en sufrimiento. El dolor se puede enfrentar y canalizar de muchas maneras, pero para liberarse del sufrimiento antes hay que romper juicios e interpretaciones, y volver al dolor cuando el sufrimiento nació del dolor, o simplemente volver a la tranquilidad cuando el sufrimiento se creó de la nada.
La forma en la que vive buena parte de la humanidad ha hecho aparecer una nueva forma de sufrimiento, mucho más difuso porque no logramos atribuirle un origen claro ni puede achacarse a algún suceso vital determinado. Es como un malestar existencial que abunda en las sociedades con todas sus necesidades materiales básicas cubiertas, que ansían más y más, en una espiral de materialismo que cierra la puerta a la expresión del alma y a los aspectos que caracterizan al ser humano cuando vive en armonía y sin violentar su naturaleza.
El dolor vive en el aquí y el ahora, es algo real. En cambio, el sufrimiento vive en el tiempo, en el pasado y el futuro, y no es real en el sentido que es algo que la propia mente produce.
El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es una elección, consciente o inconsciente, pero una elección.
Nos cuesta aceptar el dolor y decidir afrontarlo, y entonces corremos el riesgo de convertirlo en sufrimiento. ¿ Por qué me ocurre esto a mí?, ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, ¡ No es justo!; suelen ser algunas de las primeras reacciones, pero darse cabezazos contra la pared de la incomprensión nunca es una buena elección. Hay un proceso de aceptación del dolor que sí no se resuelve produce más dolor y se enquista en todo tipo de estados negativos. La tendencia al sufrimiento y a revolcarnos en el barro de la autocompasión es una actitud mental, un hábito muy antiguo, que no es fácil romper. Se suele decir que nadie recibe más presión de la que puede soportar, aunque en algunas ocasiones resulte difícil de creer.
La mente a través del cerebro interpreta nuestra experiencia del mundo generando pensamientos con diversos grados de distorsión de la realidad, que a su vez se asocian a determinadas emociones afines a los mismos. Nuestro modo de ver el mundo es un mapa mental y emocional construido sobre la interpretación de la realidad, no sobre la realidad en sí misma. La interpretación de dolor tiende a distorsionarse desde la visión negativa que es la que facilita el acceso al sufrimiento. La visión positiva del dolor no lo hace desaparecer pero no lo acrecienta ni lo carga con presunciones, juicios y falsas anticipaciones. Para gestionar bien el dolor es necesario estar lo más cerca de la realidad que sea posible.
Decía el filósofo y científico “René Descartes”: “Mi vida está llena de desgracias, muchas de las cuales jamás sucedieron” La vida de muchas personas están llenas de desgracias anticipadas que nunca llegan a suceder. El dolor no es excusa para lanzarse a anticipaciones que solo conducirán al sufrimiento. La adecuada gestión del dolor exige vivir en el presente.
El origen del dolor puede ser identificado y salir a la luz de la conciencia para ser comprendido desde diversos enfoques. El dolor es el producto de la actividad de los vehículos: nuestros cuerpos físico, emocional y mental, cuando están enfocados hacia el aspecto forma, y no hacia el alma. Todo dolor y sufrimiento son ocasionados cuando nos identificamos con las formas objetivas en el mundo de los vehículos y con los fenómenos y sucesos donde dichas formas desarrollan sus actividades. El dolor es sobre todo el efecto producido cuando el cuerpo astral o emocional está erróneamente polarizado hacia la actividad de la personalidad, autocentrada en exceso, y no permite el contacto con el alma, cuyo amor debería impregnar el mundo emocional convirtiendo a las emociones en chispas de luz y de alegría. El dolor es el resultado de la diferencia inherente entre los pares de opuestos, en su relación entre espíritu y materia; es la consecuencia de no equilibrar correctamente los pares de opuestos, sobre todo en sus reflejos ilusorios de sus dualidades en el plano astral o emocional. Cuando estamos inmersos y sin control en parejas de opuestos como: placer y dolor, pérdida y ganancia, gloria y vergüenza, alabanzas y reproches, acertado y errado, feliz e infeliz, …; es inevitable acabar atrapados en el sufrimiento.
Por otra parte, sí sembramos semillas de negatividad nunca cosecharemos las actitudes y energías con las que trasmutar el dolor en amor. Si con nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestras acciones y nuestra palabra sembramos negatividad, no podemos recoger una vida positiva, feliz y armoniosa, va contra las leyes de la naturaleza. El universo, la vida, la naturaleza, tiene sus propias leyes. En la naturaleza, de la que formamos parte, nada sucede por azar o casualidad, un árbol no sale por azar o casualidad, no llueve por azar o casualidad, y no es invierno o verano por azar o casualidad. Todo en la naturaleza tiene una causa que producirá un efecto, esto lo comprueba la ciencia una y otra vez. La gestión del dolor tiene también su propio proceso natural, que puede ser desequilibrado y por ello producirá efectos no deseados.
Dharma es una palabra sánscrita que significa textualmente: el adecuado cumplimiento de las propias obligaciones en el lugar y medio ambiente que el destino te depara. Todo sufrimiento, desagrado e infelicidad, se deben a la rebelión contra el dharma. Solo existe el aquí y ahora, y este justo instante se ubica en un lugar con unas características determinadas, con un estado determinado de desarrollo de los cuerpos que experimentan este momento, con unas posibilidades de afrontar la vida que se abre ante nosotros en las que actuaremos con mayor o menor acierto. Independientemente de que un karma bueno o no tan bueno nos haya traído hasta aquí, y al margen de lo agradable o desagradable, deseado o no deseado de este presente, lo que es seguro es que estamos en el lugar e instante que debemos estar, aunque solo sea por el simple y evidente hecho de que estamos en él, y lo que el destino nos depara es justo lo que tenemos que vivir y el escenario perfecto para que hagamos lo más adecuado para nuestra evolución, y en el que tenemos también la oportunidad de equivocarnos en sentido evolutivo y de hacer lo más erróneo, para mayor sufrimiento y mayor retraso en nuestro largo viaje hacia la luz.
Si tomamos conciencia de la trascendencia de la frase anterior de que “todo sufrimiento, desagrado e infelicidad, se deben a la rebelión contra el dharma”, una auténtica revolución en la forma de enfocar la vida se abrirá ante nosotros. Toda la carga de victimismo, autocompasión, deseos frustrados, de proyectos no realizados, se esfumará como por arte de magia, y ante nosotros se expresará todo el presente con su permanente vitalidad y sus lecciones magistrales; toda una oportunidad de vivir la realidad sin espejismos. En ese instante de cierta libertad, a pesar de la posible dureza o complejidad de las circunstancias, estaremos en condiciones de afilar la inteligencia y la capacidad de tomar buenas decisiones, y también de descubrir el amor que subyace en todo lo que ocurre en esta época, por oculto que pueda estar en el aparente caos actual, porque el amor es el poder motivador que mueve el Universo.
Estamos tan acostumbrados a rebelarnos contra nuestro dharma, y en particular contra el dolor, que no existe ninguna palabra para el dolor sin rebelión. Debería inventarse una palabra que definiera el “dolor sin rebelión”, que significaría la aceptación del destino más difícil, la liberación que todo dolor garantiza, o la llave que ese dolor abrirá de estados de amor imposibles de imaginar. Tal vez una palabra como “doloamor”; y podríamos usar expresiones de la vida cotidiana como “siento una corriente de dolamor que está cambiando mi vida”, “llevo una día de dolamor que me llena de alegría interior”, “este dolamor me ayuda a liberarme de la presión de la inexistencia”, “siento doloamor y el calor en el corazón está renovando el sentido de mi vida”. Tal vez todo esto parezca un poco utópico, pero cualquiera, que ante situaciones de dolor, tenga el valor de ponerlo en práctica sabrá que el resultado es un hecho tangible, objetivo, evaluable y real.
Para empezar a afrontar el dolor conviene tomar conciencia de que no siempre es natural ni inmutable. Una parte considerable de la sensación dolorosa se halla asociada al deseo de suprimirla. Una gran parte del dolor es la reacción subjetiva de tratar de rebelarse contra el dolor. Poner la atención en el dolor lo acrecienta, tanto si el dolor es físico como emocional. En situaciones de dolor se hace necesario desconcentrar la atención sobre el problema y ampliar la visión. No se trata de eludir las dificultades, sino procurar ser lo más indiferente a las mismas, sean reales o autocreadas.
Hay que escuchar la información sobre el dolor que nos llega del cuerpo físico y del cuerpo emocional, pero no permitir que tomen el control y nos impartan órdenes. Los cuerpos son vehículos y no pueden tomar el mando porque si lo toman se enfocaran en sí mismos y bloquearan el contacto con el alma y con las energías que llegan para liberarnos de ataduras y condicionamientos. Si los vehículos están al mando la personalidad pierde su integración y se llena de confusión; pierde el sentido de proporción y el orden en sus acciones; se vicia y se pervierte y se enquista en el culto a sí misma, a lo material y a los aspectos más densos de la experiencia en el plano físico. Sólo consigue tejer la tela de araña que la aprisiona y la hace vulnerable al dolor que genera la falta de libertad interna, de la que en gran parte es responsable.
A veces el dolor se genera con un gran esfuerzo en el empeño en seguir caminos equivocados y estrellarnos contra el mismo muro. Es fruto por ejemplo del apego, como en los casos de pérdidas de seres queridos en las que el duelo se prolonga en exceso. Nos apegamos a situaciones que ya no existen y nos negamos a aceptar el cambio, que es un principio consustancial a la vida en la naturaleza de la que formamos parte. Nos apegamos muchas veces a nuestra interpretación de las cosas aunque eso nos provoque seguir en el sufrimiento. Es preciso aprender a desarrollar la conciencia y la comprensión para saber separar lo que nos sucede, de lo que pensamos y sentimos acerca de lo que nos sucede. La clave, como siempre, radica en la aceptación y la disposición permanente a amar, que facilitan la capacidad de desprendernos de muchos lastres, en particular del sufrimiento.
Las reacciones denominadas dolor y placer deben ser trascendidas, porque ambas dependen de la identificación con la forma, debiendo ser reemplazadas por el desapego. El apego a la forma trae dolor. Los apegos y los dolores se manifiestan en el área de influencia de los vehículos y son por tanto físicos, emocionales y mentales, y es en esos escenarios donde debe practicarse el desapego.
Y sí el dolor ha llegado a saltar la barrera hacia el sufrimiento, la solución es la misma: acostumbrarse a sufrir con desapego, sabiendo que el alma no sufre en absoluto.
La moderna psicología ha desarrollado una serie de técnicas y de actitudes para tratar el dolor y el sufrimiento, que parten de la educación y el control de la personalidad incidiendo en determinadas actitudes emocionales y mentales, que pueden ser muy útiles. Se trata de crear hábitos metales y de comportamiento sobre una serie de premisas que se deben incorporar a la forma de pensar y de enfocar la vida con objeto de crear una personalidad con una buena capacidad de adaptación y resistencia a las adversidades.
Un buen comienzo es trabajar en el sentido de romper con pensamientos y actitudes derrotistas, desesperanzadoras, y negativas, que debilitan el cuerpo energético y bloquean la búsqueda soluciones. Todo lo negativo que hay en nuestros vehículos procede del aprendizaje, no tiene nada de natural o innato, por lo tanto se puede desaprender. Igual que nos hemos entrenado a pasarlo mal, podemos entrenarnos a enfocar la vida sin sufrimiento. Este nuevo entrenamiento admite muchas actividades y técnicas que se pueden adaptar a las siempre variadas características personales, de forma autodidacta, o a través de una persona especializada en estos métodos de entrenamiento. En todo cado conviene estar lo menos posible en contacto con influencias negativas como son determinados programas de telebasura, de películas nefastas, de noticias con enfoques sesgados para demostrar que el mundo es malo; incluso dejar de rodearse de personas cenizas y de sus discursos de adicción al sufrimiento, porque la mente corre el peligro también de hacerse adicta a este tipo de informaciones.
Nada de lo que tenemos o de que somos es malo, son los juicios, propios y ajenos, los que lo hacen malo, y por eso caemos en el error de ocultarlo, reprimirlo, condenarlo; y así se hace más fuerte. Interpretar el mundo entre bueno y malo es un gran espejismo y un tremendo engaño que al parecer ha calado hondo en la forma de ver la vida de mucha gente. Es necesario comprender que estar enfermo o estar triste, o no tener trabajo, o tener alguna deficiencia física, son tan solo circunstancias, que se distorsionan cuando se enfocan con percepciones de sentidos limitados, con una mente condicionada y con una serie de hábitos emocionales y mentales impermeables a nuevas experiencias. Esto es el germen de cultivo del sufrimiento y de la permanente insatisfacción silenciosa. La enfermedad es positiva en la medida que viene a hacerte consciente de que hay algo que estas reprimiendo y se está somatizando. Una adicción o una ansiedad, es lo mismo, son el síntoma de que algo anda intentando salir de la prisión subconsciente donde se ha metido a presión. Todo lo que insistimos en no aceptar de uno mismo está destinado a salir a flote en cualquier momento, y tal vez de la forma más inesperada y más inoportuna. En el hecho de aceptar nuestros supuestos defectos, nuestro destino, y las cosas que rodean nuestra vida, radica la clave para liberarnos de la tendencia de convertir al dolor en una tortura. En el arte de aceptar radica también la capacidad para no exigir nada a nadie. Con que facilidad juzgamos a los demás sin ni siquiera conocerlos en profundidad y les exigimos ser lo que no son, les presionamos para intentar que cambien y sigan nuestro camino en vez del suyo, en un alarde de soberbia y prepotencia encubierta y disfrazada de sensatez y buenas intenciones. Muchas veces es en nombre del amor con lo que intentamos cambiar a las personas más queridas, sin tomar conciencia de que somos diferentes y de que ser o actuar de modos distintos es una buena manera de enriquecernos, y de aprender diferentes formas de enfocar la realidad. Si no nos aceptamos a nosotros mismos no seremos capaces de aceptar en los demás, lo que suelen ser simples proyecciones de nosotros mismos. Al aceptar te liberas y liberas a los demás. Se sufre cuando se quiere cambiar algo y no sé puede, por lo que, la aceptación corta este proceso doloroso. Aceptar no es resignarse, es entender que lo que ocurre no es bueno ni malo en sí mismo, sino que todo está en su momento de existencia perfecto y desde esa aceptación previa, cualquier aspiración hacia otro escenario y hacia nuevas metas es legítimo y tendrá muchas más probabilidades de tener éxito.
Un buen antídoto contra el veneno de sufrir es potenciar nuestro sentido del humor para con nosotros mismos. Reírse de sí mismo, de lo que pasa y no pasa, reajusta el sentido de la proporción y reorienta hacia ese estado libre de sufrimiento, ese bienestar al que toda mente sana aspira. Es algo así como reírse del “cenizo” que a veces llevamos dentro, de las inverosímiles preocupaciones a las que a veces prestamos atención, de los insólitos escenarios que a veces anticipamos y de algunos guiones de lo que va a ser el futuro cercano, que solo son tristes ficciones que nunca se acercan a la realidad. Se trata de reír sin caer en el pasotismo, con respeto hacia el dharma, pero sin contemplaciones sobre las elucubraciones enfermizas a las que a veces se entrega la personalidad confundida.
Otro gran veneno que favorece el sufrimiento es la culpabilidad. Sentirse culpable es cargarse del lastre de la desesperanza, y es la forma más rápida de perder la capacidad de perdonarse por no ser perfecto. La culpa se resuelve con responsabilidad, asumiendo errores y buscando su mejor solución; y se resuelve también con confianza en que nuestro destino no nos aprieta más de lo que podemos asumir, y a ser posible tomando conciencia que detrás de los condicionamientos y limitaciones de nuestros vehículos está el alma, siempre a la espera y dispuesto a infundir la vida de sus amorosas energías, tan pronto como somos capaces de despejar cualquier obstáculo. La responsabilidad limita el campo de actuación de la culpa y la confianza la da el toque de gracia para que se desvanezca como por arte de magia.
Dejar de juzgar también libera del sufrimiento. Dejar de juzgar lo que ocurre aquí y ahora que seguramente no comprendemos. Dejar de juzgar lo que hacen o no hacen los demás, de los que sabemos menos aún que de nosotros mismos, es decir muy muy poco, y además nunca tendremos derecho a lanzar pensamientos o frases sentenciosas o acusaciones. El juicio y el “prejuicio” solo son expresión de intolerancia y de la incapacidad de ver el mundo con otras lentes.
El miedo es pariente directo del sufrimiento, cualquier tipo de miedo, también el miedo al dolor. Toda actitud, acción o inacción en favor de librarse del miedo es un buen camino para dejar de sufrir. El temor es siempre infundado, es por definición una parte degenerada y negativa de la visión de la realidad. Para saborear los dones de la libertad se precisa valor. No es necesario ser un héroe, basta con enfrentar la vida con amor y visión positiva, lo que sin duda tiene su parte de heroicidad.
La comparación es también pariente del sufrimiento. Al comparar se cae irremediablemente en la subjetividad, y se establece un patrón, una ambigua medida, en la que hay que estar porque se supone que es en la que están los demás, sobre todo los más afortunados, y si no es así, por supuesto tenemos derecho a la queja y a ser desgraciados. Lo curioso es que nadie que sigue el vicio de la comparación se compara con alguien al que parece irle mal. No es lo más grave que se envidie al que le va mejor, es aún más triste sentir desprecio y falsa compasión por aquel que creemos que le va peor. Mejor y peor son en sí mismo dos grandes mentiras, ideales para activar todo tipo de espejismos. No hay nada que comparar, cada ser humano vive un momento y unas circunstancias diferentes. Mejor y peor solo son juicios inútiles hechos a la ligera.
Cuidado con lo que deseas porque en el deseo está el origen de todo sufrimiento. Al desear te vuelves vulnerable, hay algo que perder o algo que no se llega a conseguir, y siempre se está al borde de la frustración. Es una actitud que camina a convertirse en insaciable, después de un deseo surge otro y luego otro, en una continua excitación del cuerpo emocional que genera un estrés que dispara el dolor y lo colorea de amargura. Dejar de desear es dejar de sufrir. A un paso de la ansiedad siempre está la elección de trasmutar el deseo por una inteligente y legítima aspiración hacia aspectos libres de materialidad y de exceso de emociones.
Vivir en el presente abre el camino para dejar de sufrir. La carga del sufrimiento vive en el pasado y en el futuro, en el presente el dolor solo es dolor. Vivir en el presente es una protección contra el sufrimiento y el mejor camino para dirigir el dolor hacia el amor, sin exigir resultados inmediatos.
Para dejar de sufrir hay que actuar, nada ocurre por sí solo, hay que proponérselo con firmeza, estar en disponibilidad de esforzarse en otra dirección, de cambiar hábitos, de explorar, arriesgar en cosas nuevas, proyectar nuevas ideas, descubrir un mundo diferente, buscar soluciones diferentes y más creativas. Es preciso dejar a un lado la comodidad, lo conocido que otorga una falsa seguridad, superar la pereza y el abandono, sacar fuerzas dónde “parece” que no las hay, y actuar.
Trabajar desde la personalidad para dejar de sufrir es importante y necesario, pero para liberarse del sufrimiento de forma rotunda y definitiva se precisa algo más, se precisa una visión más profunda, una actitud que despeje el camino hacia el alma y que el inmenso potencial que nos hace verdaderamente humanos se despliegue en los vehículos y borre todos los soportes donde se ancla el exceso de personalismo, el exceso de uno mismo, y la saturación de emociones negativas.
Mucho se ha escrito sobre cómo afrontar el dolor y hay un buen número de técnicas psicológicas que pueden ser de utilidad. Pero a la hora de la verdad el dolor solo lleva a dos caminos: por un lado puede conducir hacia la queja, el resentimiento, el rencor, la amargura, y hasta el odio; y por otro lado puede llevar hacia la humildad, la compasión, el amor interior, la comprensión, y la empatía hacia el sufrimiento ajeno.
A la luz del alma, del dolor se pasa a un nuevo y liberador campo de vida que se abre y se expande ante quien tiene el valor de confiar en su humanidad y deja que una nueva visión redirija su existencia.
“No hay mal que cien años dure”, dice un dicho popular. Con una visión de eternidad, una visión a largo plazo, incluso de varias vidas, todo dolor, por insoportable que sea, es solo temporal, toda dificultad y lucha son efímeras, y seguramente ya hemos pasado por pruebas parecidas infinidad de veces en este pequeño planeta que tanto sabe de sufrimiento.
Lo que rompe y perturba la vida de la personalidad es con frecuencia el agente liberador, si se acierta a comprender la dirección y el alcance de los cambios y se mantiene la calma ante la inercia y la tendencia de tratar de escapar a toda costa de las situaciones dolorosas o incomodas. Hay que interpretar bien las señales y las experiencias y no permitir que los vehículos caigan en la histeria y comiencen a dar órdenes apresuradas. No se puede permitir que un cuerpo tome el mando. El cuerpo físico y el astral son los sirvientes de la personalidad, y no sus caprichosos carceleros.
El secreto del control reside en la no resistencia. Cuando se es capaz de ser un canal por el que transcurre la vida, adaptándose a las necesidades y circunstancias, demostrando tranquilidad ante las adversidades, se puede pasar por cualquier crisis sin excesivo dolor y malestar. Gran parte del dolor es causado por la resistencia y la negación a aceptar el dharma y los retos y obligaciones que plantea. De hecho la no resistencia transforma el dolor, despierta el amoroso desapego y descarga el malestar de sus influencias negativas y de sus falsos juicios.
Para liberarse del sufrimiento producido por la quiebra de la complacencia en la vida en el terreno egoísta, hay que mantenerse firme y soportar todo lo que llegue, sabiendo que con esa actitud perderá su fuerza y acabará por extinguirse. La clave radica en la persistencia, sinceridad y la capacidad para mantenerse firme en el sufrimiento; algo asequible a cualquiera que se decida a experimentarlo con continuidad.
Nada que produzca reacción, dolor o angustia al cuerpo emocional, tiene importancia. Estas reacciones deben ser simplemente reconocidas, vívidas y toleradas, pero no se debe permitir que constituyan una limitación. Hay que ignorar cualquier dolor o sufrimiento o dudas mentales, vinculadas a la rebeldía y a la limitación de la personalidad y cultivar esa “indiferencia divina” hacia las consideraciones personales. En ese olvido de sí mimo hay una parte de sacrificio que encierra una gran recompensa en amor y realización por entregar algo menor a algo mayor. Olvido es sacrificio, darse uno mismo, aun la propia vida, en bien de los demás y para beneficio del grupo, lo que abre de par en par las puertas al alma, que como sabemos no sufre en absoluto.
Cuando se aprende a soportar el propio dolor, se está preparado para prestar un gran servicio para aliviar el dolor de los demás y aligerar la carga de sufrimiento de la humanidad.
En cualquier caso el dolor es real y puede ser de grandes proporciones, y de una u otra forma debe ser afrontado. Afrontar situaciones difíciles y complejas puede ser doloroso, pero más doloroso es no afrontarlas. Hay decisiones dolorosas, pero más doloroso es no tomarlas. En cierto sentido el dolor debe arder en el horno interno del corazón para que pueda ser transmutado en amor y compasión.
El mejor antídoto al dolor es la paz interior. Cuando se sufre, el estrés invade los cuerpos y produce conflicto y rebelión, incita al mal humor, a la queja, al resentimiento, e incluso al odio, y el odio no puede combatirse tratando de destruirlo porque así se potencia. El odio solo se disuelve con amor.
El dolor es a menudo la puerta que deja paso al amor y una escuela excelente en la que se enseñan magnificas lecciones llenas de poder de comprensión. Enfrentar el dolor con amor no lo evita, pero si libera de la negatividad, del egoísmo y deseos de la personalidad mal educada. El dolor encierra un gran poder evolutivo y espiritual, y bien enfocado es un camino abierto al alma, hacia la humildad, hacia cambios y aprendizajes que nos ayudaran a reajustar nuestro sentido de la proporción y nuestro sentido del tiempo.
De la hoguera del dolor y el sufrimiento nace mucha compresión y tolerancia. El dolor, cuando no se convierte en sufrimiento y esclavitud, es un gran maestro, que nos enseña a desvelar los espejismos que distorsionan la realidad y los caminos sin corazón. El dolor es una guía cargada de lecciones llenas de sabiduría dispuestas a ser aplicadas cuando se elige la luz y la alegría. Trasmutar el dolor en amor otorga alegría, renueva las fuerzas y las ganas de vivir con intensidad, e incita a servir sin exigir servicio.
Aunque tropecemos mil veces con la misma piedra y todas las palabras de esperanza se desvanezcan cuando se vuelve a presentar el dolor, nunca se debe olvidar que la capacidad para el cambio está grabada a fuego en nuestra naturaleza, no desaparece por muchos errores que cometamos, y es una potente herramienta siempre disponible para aplicar, no sólo en las situaciones difíciles sino incluso en aquellas que parecen imposibles. Ante cualquier situación, por dura que parezca, siempre hay opciones, que se harán visibles al confiar en nosotros y en nuestro poder de transformación. Nadie está exento de volver a renacer, por mucho que seamos presos de la desesperación y el sufrimiento. En cualquier momento podemos sorprendernos y cambiar lo que parecía imposible. Se suele decir que “mientras hay vida hay esperanza”, estamos vivos y retomar el camino correcto es una opción permanente de este presente continuo. Confiar en nosotros es confiar en el amor y confiar en la vida.
Padecer dolor seguramente impedirá la expresión de la ansiada felicidad, que es propia de la personalidad en sus aspectos físicos, emocionales y mentales más densos; pero no impedirá jamás vibrar en alegría interior al calor del alma, a los valientes caminantes dispuestos a amar aquí y ahora y en todo momento y circunstancia, sin importar lo que el futuro depare.