El valor, siempre.

Para introducirse en el concepto de “valor” y evitar confusiones, el primer paso debería ser clarificar su significado, para entendernos e intentar que nuestras mentes sintonicen una determinada frecuencia.

Existe una tendencia generalizada para considerar el valor como una acción basada en el esfuerzo, en el vigor, desafiando a las capacidades naturales, rozando la hazaña o la heroicidad. Se considera cobardía a la falta de valor para afrontar el peligro, la dificultad, la oposición, el dolor; y a quienes no están a la altura se les tacha de tímidos, débiles, pusilánimes. Se ensalzan las actitudes heroicas cuando se arriesga la vida, unas veces por nobles actos en defensa de los demás, y otras no tan nobles, como cuando se enfrentan peligros en deportes extremos desafiando a las leyes naturales, por culto a los triunfos personales, por recompensas de adrenalinas, o por otras motivaciones que solo entiende quien lo practica.

Un ejercicio de sana intuición nos llevaría a contemplar que el valor no puede ser patrimonio de personas especiales, incluso temerarias, sino que debería formar parte de la vida natural de todo ser humano, porque una dosis adecuada de valor es imprescindible para afrontar las situaciones difíciles y los muchos retos que se plantean a lo largo de la vida.

Una buena forma para ir desmadejando el verdadero concepto del valor es hacerlo a través de uno de sus principales opuestos: “el temor”.

 

El temor es la lacra de estos tiempos. Es la emoción más nociva, destructiva, corrosiva, limitante e inhibidora a la que estamos predispuestos. Toda distorsión de la realidad saturada de emoción es un espejismo. El temor es el rey de todos los espejismos, el peor de todos, aquel del cual surgen los espejismos más dañinos.

El miedo como patrón está presente en todas las emociones negativas. Las emociones, incluidas las negativas en su justa medida, tienen un valor de adaptación al medio y a las circunstancias, y han facilitado la evolución hasta ahora. A través del sistema emocional se pueden tomar decisiones muy rápidas que a veces favorecen la evolución. Pero el papel evolutivo del miedo es muy limitado, y sólo es de utilidad en determinadas y contadas ocasiones, como cuando sirve de freno a alguna actitud imprudente y temeraria. El miedo no es real. Ninguna emoción es real. Es como una película de cine, que puede llegar a aparentar ser real, pero sólo es ficción. Por eso, no tiene sentido ni utilidad dejarse arrastrar por ninguna psicosis de temor, porque lo que nos arrastra no es parte de la realidad, y nos conduce directo al espejismo.

El temor es siempre el resultado de alguna actividad de la mente y del pensamiento. El temor es un producto del pensamiento, de su uso erróneo al aliarse con el deseo y conseguir que la emoción nuble la mente. El deseo nutre al temor y en el deseo esta la base de todo temor. La forma mental del temor, teñida de emoción, acrecienta su poder a medida que la prestamos un exceso de atención, respondiendo al principio de que “la energía sigue al pensamiento”.

Las sociedades actuales son fabricantes de temor en muchos aspectos, y en nada ayuda a superarlo la actual predisposición enfermiza de las personas al exceso de seguridad y a tratar de controlar los sucesos del día a día. Sabemos que la vida es cambio, y debe fluir si quiere seguir siendo vida, porque si se bloquea, se oscurece, se llena de temores y de infelicidad. Cada uno de nosotros ha integrado un tipo de respuesta a la vida marcada por el condicionamiento educativo, y por la influencia de nuestras experiencias y pensamientos, que en su conjunto crean una serie de inhibiciones que dan fuerza al temor y lo convierten en una constante en nuestras vidas. Así el temor se incrusta en el inconsciente, se dispara ante estímulos aprendidos, y crea su propia forma casi automática de manifestarse, que resulta muy difícil de cambiar. Es difícil educar a los niños sin inculcarles nuestro temor a la vida, que se viene heredando de padres a hijos desde tiempos inmemoriales. Los moldes y los hábitos emocionales se transmiten con facilidad. A los niños se les puede engañar y embaucar a través de la mente, que aún no manejan con fluidez, pero el lenguaje emocional que captan desde su más tierna infancia no tiene secretos para ellos. Los niños no tienen barreras de protección ante las emociones que les rodean, y las absorben y aprenden con una extraordinaria rapidez. El condicionamiento se convierte así en un círculo vicioso de comparación, competición, y de imitación. Por eso la responsabilidad de los padres y educadores es grande a la hora de transmitir emociones, y a pesar de lo conveniente y adecuado que será siempre intentar que los niños tengan buenos modelos y no imiten comportamientos emocionales negativos, no podrán nunca evitar transmitir su propia vibración, para lo bueno o para lo no tan bueno.

Todo ser humano conoce el temor en todo tipo de manifestaciones, desde los temores más instintivos anclados en lo físico y en la salud; pasando por los miedos hoy día de actualidad como perder a los seres queridos, mantener la posición económica, la inquietud por el futuro, lograr el aprecio de los demás; hasta los temores de aquellos que tratan de acercarse a una vida más espiritual, como el temor al fracaso, al vacío, a la soledad… Pero en la cima de todos los miedos se sitúa el miedo a la muerte que está presente en todos los temores. El miedo a la muerte es resultado de nuestro condicionamiento antinatural por la falta de continuidad de conciencia entre el plano físico y el plano del alma que nos lleva a separar la vida de la muerte rompiendo una continuidad que sólo se altera en el plano físico. La muerte no existe, solo hay una entrada en una vida más plena al liberarse de los vehículos físico, emocional y mental de la personalidad y pasar de lleno al mundo del alma. El tan temido proceso de desgarramiento no se produce, salvo en los casos de muerte violenta o repentina, con la sensación instantánea y abrumadora de peligro y destrucción inminente, un breve instante parecido a un shock eléctrico. Ese es todo el drama que se ha creado sobre un simple chasquido de desconexión, y además hacia una liberación difícil de imaginar.

No se puede sentir temor y ser libre, y el miedo es también incompatible con lograr un mínimo grado de felicidad. Por eso es tan importante sacar todo temor de nuestras vidas, pero no se puede aniquilar por la fuerza, que le daría más atención y energía, sino por el poder dinámico de sustituirlo por otra cosa.

 

Aceptar el “Dharma” hace surgir el valor. Dharma es todo lo que ocurre aquí y ahora, en este mismo instante, el lugar exacto donde somos y estamos, el único que existe. Cuando se aprende a aceptar lo que depara el destino, no se malgasta el tiempo en vanas lamentaciones y se puede dedicar toda la energía a afrontar cualquier situación y circunstancias que se presenten, y no se pierde el tiempo compadeciéndose o justificándose a sí mismo, porque en realidad se es consciente que se esta en el lugar más adecuado para aprender y servir, y se ha aprendido que las dificultades son en la mayoría de casos provocadas indirectamente por las acciones personales y las actitudes emocionales y mentales. Al deseo de justificación se lo considera una tentación que se debe evitar. Surge así el valor de forma natural y se despeja el camino mediante la sana comprensión de la vida, tal como es, con la directa apreciación de lo que se puede hacer de ella.

 

El sufrimiento y el bloqueo de la valentía sobreviene cuando nos rebelamos contra la evidencia de lo que tenemos por delante, cuando el yo inferior se opone a la realidad inmediata de la vida esgrimiendo sus deseos y sus quejas, con una actitud de soberbia fuera de lugar. Es una rebelión sin sentido abocada a un nuevo fracaso. El secreto del control reside en la no resistencia, en mantener la calma, sin precipitarse y sin dejarse llevar por las emociones de rechazo.

Cada crisis de la vida puede conducir a una amplia visión y a nuevos aprendizajes, o a estrellarse contra un muro, a fomentar el egoísmo y la separación. Si se acrecientan los problemas, se acrecienta la oportunidad. Progresamos por los momentos de crisis que se presentan. El dharma es exactamente la oportunidad que se necesita. La presión de la vida y las circunstancias son la escuela verdadera. Hay que elegir entre evolucionar o mal educar al consentido yo, para solo alimentar sus caprichos, y soportar sus interminables quejas. El deseo contra lo evidente crea espejismos e ilusiones de mejores futuros, cortinas de humo que ocultan lo real. Es en la vida diaria, en el dharma, donde se debe enfocar la atención, sin vicios, sin hábitos insanos, ni interpretaciones personales.

Nada se obtiene de inmediato, sino como resultado de un prolongado y constante esfuerzo. Se precisa persistir con valor, aunque todo se venga abajo. El fracaso jamás impide el éxito. Las dificultades desarrollan la fortaleza del alma. El secreto del éxito es mantenerse siempre firme e impersonal. Todo lo que se nos demanda es cumplir con la tarea que trae el destino, dentro del campo de las propias limitaciones y del medio ambiente donde estamos ubicados. Es imperativo aceptarse a sí mismo tal como somos, en cualquier momento dado, con cualquier equipo disponible y bajo cualquier circunstancia; entonces todo se encaja, se encuentra el rumbo y las necesidades se van solventando, se aumenta la capacidad de acción y se olvidan las limitaciones. Aceptar el dharma es positiva conformidad, conduce a evitar toda pérdida de tiempo al tratar de realizar lo imposible, y a efectuar el correcto esfuerzo para llevar a cabo lo que es posible. A nadie se le exige más de lo que puede dar, es una ley natural de todos los tiempos. Hay que aprender a seguir adelante, a pesar de las circunstancias y no debido a ellas, permanecer con la correcta orientación, sin amedrentarse y luego avanzar intrépidamente hacia adelante.

 

El desapego se asocia de forma directa con el valor, que se activa cuando nos liberamos del estricto control de la parte más egoísta de la personalidad. La ausencia de valor es el dominio del temor, siempre acompañado de preocupación y ansiedad, y no se debe olvidar que toda preocupación y ansiedad tienen por base principal un móvil egoísta. El desapego hace surgir la impersonalidad, fomenta el olvido de sí mismo, y en la medida que lo consigue disuelve el temor y deja paso al valor generando las condiciones idóneas para hacer frente a cualquier situación y satisfacer la necesidad.

Valor y desapego caminan juntos y siempre que se permanece con desapego se protege de la influencia del temor. El desapego rompe con la identificación con la forma y de sus reacciones asociadas de dolor y placer, por lo que las trasciende. Cuando se presenta el sufrimiento es el momento perfecto para aplicar el desapego que a su debido tiempo trasmutará el dolor en amor y compasión. El secreto consiste en acostumbrarse a sufrir con desapego, y por eso mismo con valor, teniendo siempre presente que el alma no sufre en absoluto. Lo que cuenta es el desapego interno y la habilidad de disociar al yo del medio ambiente, y no el aislamiento en el plano físico.

 

La inofensividad asegura la autenticidad del valor y lo depura de imperfecciones personalistas. El verdadero valor solo se entiende con inofensividad, que es un estado mental que no impide la acción firme y hasta drástica cuando es necesaria. Se basa en que el móvil detrás de toda actividad sea buena voluntad. Este móvil puede conducir a hechos y palabras, a veces duras, pero con la inofensividad y la buena voluntad condicionando el acercamiento mental, los resultados serán positivos, orientados a sanar y no herir.

La inofensividad es una cualidad de profundo respeto a la humanidad propia y ajena. Se caracteriza porque no pronuncia ninguna palabra que perjudique a otra persona, no tiene ningún pensamiento que envenene o produzca un malentendido, y no efectúa ninguna acción que pueda herir a nadie. Cada palabra pronunciada, cada acto realizado, cada mirada y cada pensamiento, tienen su efecto sobre sí mismo, el entorno y el grupo, ya sea para bien o para mal. Es importante aprender el significado de las palabras y sus consecuencias en medio del torbellino de la vida.

La inofensividad es un disolvente natural de estados erróneos de conciencia. Ser inofensivo es el método más adecuado para purificar los centros y el cuerpo etérico, cuyo efecto se irradiará al cuerpo físico. Está práctica limpia los canales obstruidos y permite la entrada de energías superiores; es un procedimiento activo que atrae energías más elevadas que se distribuyen por todo el entramado energético y se irradian al resto de los cuerpos, al entorno y a las personas que nos rodean.

Inofensividad es la expresión de la vida de un ser humano que toma conciencia de que forma parte de un mundo mucho más amplio que su pequeño círculo de percepción, y que trata de vivir como alma, en la búsqueda de esa naturaleza de amor puro e incondicional que es su esencia, por distante que parezca estar. La inofensividad activa las fuerzas del verdadero amor, y libera energías espirituales que vitalizan la personalidad y la dirigen hacia la correcta acción, produciendo cautela en el juicio, reticencia al hablar, y habilidad para abstenerse de toda acción impulsiva, mostrando un espíritu exento de crítica.

 

El Amor es el ingrediente ideal para que el valor aflore en todo momento y circunstancia, en su justa medida y proporción. La principal fuerza liberadora de la vida es el amor. En medio de la tensión y la necesidad, tan habitual en estos tiempos, se precisa más que nunca despertar el corazón y lanzarse a amar y ser capaz de vivir gozosamente, manteniendo una visión alegre, sana y esperanzada, acerca del futuro, sin importar lo que el futuro depare.

El temor es una emoción que todo el mundo experimenta, pero es una emoción del plexo solar, no una emoción del corazón como a menudo se cree. Si se eleva el temor hacia el corazón se halla su opuesto, su antídoto, que es el amor, y si hay amor no puede haber temor. Mientras que si hay temor habrá poco o nada de amor. Nada puede resistir a las constantes presiones del amor y de la armonía, cuando se las aplica durante un tiempo suficientemente prolongado.

El temor crea espejismo, y el espejismo oculta la luz. Nada obstaculiza más que el temor, que llega a atrofiar la expresión natural del amor humano. Privado del amor el ser humano enferma, y aunque entienda lo que esta ocurriendo, deberá encontrar la forma de amar, porque el simple conocimiento no es suficiente para desterrar el temor. La clave es sencilla: “amar y no temer”, pero se necesita valor para amar y si se persiste en ese valor, pronto llegaran los frutos en forma de desapego y facilidad para fluir. Con amor surge la confianza y la armonía, surge el gozo y la felicidad y se liberan todos los temores.

El miedo se extingue cuando crece la conciencia. En un corazón activo en el servicio y en el amor no hay lugar para temor alguno, y el valor se expresará de forma natural.

La luz del alma mata el temor, lo disuelve, lo difumina en la nada. Sólo la luz del alma puede realmente tratar con el temor, y llegar a la conciencia despierta de que no tenemos nada que temer.

 

El valor: debe estar presente siempre, siempre. Es imprescindible para vivir una vida plena. Es la cualidad que dinamiza los cuerpos físico, emocional y mental y los sitúa en sintonía con su entorno y con las circunstancias que se presentan. El valor no es algo extraordinario, esta muy mitificado, parece que es solo para personas con capacidades especiales, que es para otros, esos que aparentan estar a un nivel inalcanzable; pero en realidad el valor está al alcance de cualquiera que comprenda que es el camino más fácil, más corto y más agradecido para caminar por la vida. La recompensa que otorga el valor es muy superior al esfuerzo que hay que hacer para convertirlo en una costumbre, porque con valor podemos optar a una vida auténtica, libre del miedo, de la depresión, y de sentimientos derrotistas y de frustración.

Carecer de valor te mantiene atrapado en el espejismo, en el tipo de conciencia de quien no quiere cambios, porque teme que las cosas pueden ir aún peor, en un mundo en el que parece imposible crecer. Pero la naturaleza de la vida es cambio y luchar contra la corriente de la vida es antinatural, además de ser imposible y una torpe insensatez. La vida debe fluir, porque si se bloquea, se oscurece, se llena de temores y de infelicidad. El valor no consiste en no tener miedo, sino en enfrentarlo y actuar a pesar de ello. Temor, duda, preocupación, no hace falta eliminarlos, solo sustituirlos por otra cosa. La lección más importante a aprender en la vida es a volar sobre el temor.

En todo momento hay que evitar la huida y el miedo, hay que adaptarse a vivir con valor de una forma natural. Para perder el miedo lo más efectivo que se puede hacer es dejar de desear, abandonar todo tipo de deseos, no tener nada que perder y nada que ganar, dejar a un lado la conquista materialista de la vida. En la misma medida que te alejas del deseo te acercas al valor, a la fortaleza, a la liberación de cargas, a la constancia, a la verdad y a la realidad.

Es en el conjunto de los detalles no realizados donde se ven los grandes fracasos. La cobardía es la causa de innumerables fracasos. Muchos humanos fracasan donde están, porque siempre encuentran milagrosas razones, para creer que deberían estar en otra parte. Huyen, apenas sin darse cuenta, de las dificultades, de las condiciones inarmónicas, de las ocasiones que presentan problemas. Huyen de sí mismos y de los demás, en lugar de vivir la vida. Valor es perseverancia, paciencia, la habilidad de “permanecer aquí”, sin escaparse de las dificultades, ni de las circunstancias que exigen una acción elevada, que están ahí para sacar lo mejor de nosotros, siempre que se las enfrente. No hay situaciones en las que el espíritu humano pueda ser derrotado.

Para ser feliz hay que ser valiente. La vida nos coloca en muchas situaciones difíciles de afrontar que implican desafío, asumir riesgos, adaptación a los cambios, incertidumbre; y sin valor estamos perdidos. El valor es una decisión. La vida es una larga serie de oportunidades para tomar decisiones. Optar por el valor es la mejor elección posible, que nunca decepciona, de la que nunca te arrepientes. El valor da color a todo lo que toca, te dirige hacia la motivación y al optimismo, despierta la alegría y la visión del lado positivo de las cosas. El valor otorga la confianza y la seguridad para mantenerse firme y estable en medio de la dificultad y el malestar, en medio de la adversidad. Otorga también la energía suficiente para superar cualquier reto, para cumplir compromisos, para actuar sin bloqueos y sin inhibiciones. Crea una personalidad resistente y es una magnífica fuente de salud física, emocional y mental.

Cultivar el valor pasa por cultivar la capacidad de caminar solo, por reaccionar con sinceridad en todas las cosas, mirando de frente, por aprender a hacer lo que corresponde en cada momento, tal como se ve, se percibe y se interpreta, de forma sencilla y honesta. Depende de sí mismo y basta con ser consecuente con las conclusiones a las que llega, aun en medio de la duda y de la falta de certezas.

La manera de desarrollar la valentía es mostrar valor en cualquier situación afrontando la dificultad, y permitir asir que el propio valor vaya creciendo. Se trata de mostrar valor en cualquier circunstancia y ante cualquier situación, por pequeña que sea. Si se aplica el valor en las cosas pequeñas, se aumenta la reserva de valor para los grandes retos. Para desarrollar el hábito del valor hay usarlo de forma continua y progresiva. Al principio es solo una actitud, pero a base de practicarla llegará a formar parte de esencial de nuestra forma de ser y una magnifica protección contra la adversidad y los estados de negatividad. Si se practica el valor lo suficiente se incorporará a nuestro mecanismo de respuestas inmediatas y se acabará convirtiendo en una respuesta automática.

Se necesita valor para hacer sacrificios, para olvidarse de la pereza y el cansancio, para negarse a perder el tiempo con actividades innecesarias, para no hacer caso de las debilidades del cuerpo físico, para olvidarse de la presión y el nerviosismo que nos rodea y hacer lo que haya que hacer; y sobre todo hace falta valor para enterrar la sempiterna queja, para aceptar el momento presente tal como es, y poder así ver todas sus oportunidades. Este instante es el más grande, aunque solo sea porque es el único que existe.

Se necesita valor para aceptar las cosas que no se pueden cambiar, y para cambiar las que sí se pueden. El propio valor te ayudara a reconocer la diferencia.

Se necesita valor para nadar contracorriente, a menudo en contra de la marea de la opinión pública, para hablar abiertamente sobre un tema controvertido.

Se necesita valor para abordar los espejismos y sobre todo para reconocerlos, y hasta se necesita valor para admitirlos a la luz de una conciencia sin ofuscaciones. La mente puede observar las emociones y dirigir su capacidad de claridad y discriminación a los espejismos del cuerpo astral. Esto requiere valor para llevarse a cabo. Se precisa valor para cambiarse a sí mismo y para comenzar a tomar decisiones y actuar, nada cambia por sí solo. Hace falta valor para cambiar, incluso para estar preparado para cambiar, para sortear los obstáculos y renunciar. La evolución es un proceso de deshacerse de cosas que ya no sirven, para que tengan cabida otras más elevadas.

Es necesario tener valor para seguir un camino espiritual, un camino con corazón, y estar dispuesto a adaptar la vida a todo lo que se tenga que hacer. Una visión cargada de humanidad a buen seguro nos conducirá a interesarnos por los problemas de los demás, por la grave situación por la que atraviesan muchas personas y muchos pueblos del planeta, y nos llevará a asumir algún tipo de servicio. Se necesita valor para mostrar a las personas a las que tenemos acceso, que la situación mundial de necesidad extrema es mucho más importante que nuestras pequeñas preocupaciones personales, y que nuestras cosas insulsas no interesan a nadie y tampoco deberían interesarnos a nosotros mismos.

La vida tiene que ser una gran aventura o no será nada. Para vivirla en plenitud, de forma intensa, atrevida y verdadera, solo se precisa un sencillo ingrediente, una cualidad innata que traemos al nacer y que por desgracia se pierde con facilidad. Esa cualidad de tan evidente necesidad es el valor, la seña de identidad de todo auténtico ser humano. El valor, siempre, siempre, para avanzar intrépidamente hacia adelante, permanecer en la orientación correcta, sin amedrentarse por las circunstancias, sin identificarse con los aspectos personales, para volver a enfocarse hacia el alma, y dejar que irradie luz y amor a sus cuerpos de expresión, esos magníficos vehículos con los que navegamos por este insoldable, fascinante y maravilloso mundo.